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Relato corto: EL SUEÑO DE LAURA

Laura es una buena amiga que nos dejó hace ya más de quince años. Lo más escalofriante de este relato es que realmente lo soñé, más de diez años después de su muerte, con unas imágenes tan reales que aún me estremezco al recordarlo. Tan pronto me desperté me senté al ordenador para no perderlo, y tal como lo había soñado lo plasmé. Y así ha quedado hasta hoy.

Y por supuesto, está especialmente dedicado a ella.

 

EL SUEÑO DE LAURA

Iba conduciendo un coche. No recuerdo qué coche era o tal vez no me había fijado mucho en él. Pero tenía un cierto aire clásico, como esos coches de las películas de gángsters, con el interior de madera y cuero marrón.

Conducía por una calle que no recuerdo haber visto nunca, con casitas unifamiliares a ambos lados. Giré hacia la izquierda y llegué a un parque del tamaño de una manzana de casas. Todo el espacio estaba cubierto de verde hierba centelleante, y sobre él había salpicados tres o cuatro árboles.

En la acera de este parque, unos metros más adelante, había reunido un grupo de unas treinta o cuarenta personas formando el típico corro de mirones alrededor de un artista ambulante. Reduje la marcha del vehículo y me arrimé a la acera izquierda hasta llegar al grupo de curiosos. Detuve el automóvil.

Silueta chicaEn el centro del circulo de viandantes había un hombre vestido con un traje con chaleco y corbata que ya habían visto bastante mundo. Con esa clarividencia propia del mundo de los sueños supe sin lugar a dudas que era un ilusionista, aunque nada había de especial en su persona que lo manifestara. Sin embargo, sí era bastante reveladora la presencia de cuatro figuras elegantemente vestidas de negro, un hombre y tres mujeres, en el borde del corro, a quienes yo había tomado originalmente por mirones. Estas cuatro figuras se veían especialmente pálidas e incluso como desvaídas comparadas con el resto de espectadores, que curiosos las señalaban cuchicheando y sin atreverse a aproximarse demasiado. Parecían no pertenecer a este mundo, tan calladas y tan quietas, y con ese aspecto descolorido que les hacían parecer un recorte de periódico pegado sobre la página a todo color de una revista de moda.

Contuve involuntariamente el aliento, puesto que me pareció reconocer algo extrañamente familiar en una de las figuras femeninas, y entonces una garra de hielo me aprisionó la garganta. Me acerqué al cristal de la ventanilla para ver mejor, pero finalmente acabé abriendo la portezuela del coche y, muy despacio, casi a cámara lenta, bajé del mismo.

La figura que me resultaba familiar, la más distante de las cuatro, abandonó su inmovilidad para girar el cuello en mi dirección y me miró. Un escalofrío me recorrió el cuerpo entero al confirmar con mis propios ojos la sospecha de unos minutos antes.

Laura.

Tan pálida y con los labios grises, ataviada con un vestido negro de al menos un siglo atrás, con una rebeca también negra del mismo corte sobre los hombros. El pelo largo como cuando así lo lucía, oscuro como el resto de su figura salvo aquel rostro de color sobrenatural. Me reconoció y me sonrió.

El ilusionista siguió la mirada de Laura hasta mí, sus ojos parecieron volverse amables y movió suavemente su mano izquierda en mi dirección.

Al instante Laura echó a correr hacia mi. “¡No es posible!”, quería gritar yo, pero las palabras no conseguían brotar de mi garganta. Intenté dar un paso atrás, pero me encontraba preso de una extraña fascinación que me tenía anclados los pies a la acera del parque.

A la carrera llegó Laura y se abalanzó sobre mi, echando sus brazos alrededor de mi cuello. Tropecé y caí hacia atrás, y ella sobre mi, y en ese instante todo lo demás se volvió de color negro y no era capaz de ver mi coche, ni el parque ni al corro de espectadores: sólo era capaz de ver su cara fantasmal. Y mientras caía ella me besó en los labios; apenas un ligero roce, pero estaban fríos, muy fríos.

«Qué fría estás!» recuerdo que acerté a decir, embargado de sorpresa y pena. Pero me sentía caer, caer, caer sin fin…

En un momento dado el anónimo ilusionista debió apiadarse de mi al fin, porque desapareció la presión de su abrazo y su rostro se desvaneció en jirones de niebla ante mis ojos, que cuando intenté aprehender entre mis manos no hice más que dispersarlos.

En ese momento por fin desperté. Sólo había sido un sueño…

Diciembre 2009

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